Es habitual que un día como hoy, el 19 de marzo, reciba numerosas felicitaciones por mi onomástica. Desde hace tiempo, me resulta curioso que las celebraciones más habituales en nuestra cultura no sean por méritos propios, sino de nuestros padres. A saber, por una parte, el incomparable mérito de gestarnos y parirnos, que celebramos en cada cumpleaños sin acordarnos a veces de la madre que nos parió y, por otra, el inmeritorio trámite de inscribirnos en el registro civil bajo una denominación propia que la mayoría de las veces es bastante común, más en familias como la mía donde es tradición que Manuel sea hijo de Manuel, Antonio sea hijo de Antonio y José, como es mi caso, sea hijo de José.
Lo raro, lo excepcional de llamarse José, es que el día de tu santo no es sólo un buen día para felicitar a Pepas y Pepes, sino que también es un buen día para el reconocimiento de cualquiera que cumpla con el mérito de ser padre. Asumir un nombre sin haberlo elegido, en el fondo, me parece una tontería, por mucho peso que tenga en nuestra autoimagen e identidad personal. La paternidad, por el contrario, si es algo que me encantaría celebrar, aunque lo más seguro sea que, llegado el caso, la celebre a diario sin que le más importancia al 19 de marzo de lo que se la doy ahora.
Pero llamarse José por San José, el arquetípico padre putativo de la mitología cristiana, me hace preguntarme qué puedo tener yo de santo, o por la santidad en sí misma, o por el valor mismo de algo tan inmaterial como un nombre.
Estas últimas semanas, en la recién iniciada segunda sede de la Escuela de Educación Emocional, han sido frecuentes los debates en torno a la espiritualidad. Suele pasar que cuando empiezo a explicar las emociones desde un enfoque materialista y a criticar el sesgo dualista que tradicionalmente las ha subordinado a lo mental, lo racional o lo espiritual, algunas personas se sorprenden mucho de que la gestión de nuestras emociones se pueda plantear sin prestar ninguna atención a la espiritualidad.
Llegados a este punto, yo suelo parar el debate y poner encima de la mesa que mi enfoque de la dimensión emocional está claramente influido y limitado por mis propias creencias. Dado que yo no creo que exista algo como el espíritu o el alma, no puedo sustentar la explicación de la pequeña parte de la realidad que conozco en ello. Si soy capaz de rechazar y respetar al mismo tiempo las creencias de otras personas es porque hace tiempo que aprendí que nuestras teorías sólo existen en nuestras cabezas y que es bastante habitual que les pongamos nombres diferentes a una misma realidad porque, al final, cada cual la entiende desde la oscura cavernosidad de su calavera llena de neuronas.
Un año después de hacer mi primera comunión abracé el ateísmo, que con la madurez ha ido volviéndose cada vez más absoluto y radical, sin mácula de anticlericalismo y sin desprecio de los rituales y las tradiciones, reconociendo el valor de los valores tradicionales allí dónde se han consolidado como soluciones eficaces al problema de vivir. Creo que, de pequeño, alguna persona de mi familia pensaba que yo iba para cura. Hasta que la abandoné, mi fe era sincera e hice la comunión convencido de lo que hacía. Luego aprendí lo que no sabía, que hay muchas más religiones en el mundo y que la mía era igual de fantástica que todas ellas, una religión más del montón, común, mundana y humana, demasiado humana.
Un día, leyendo la obra fundacional del taoísmo (de la que hay tantas transcripciones distintas del título original en chino como ediciones) apareció en uno de sus versos el concepto de santo, de hombre santo. Desde entonces, asumo que la santidad no se consigue sólo por la canonización papal o la comunión con la Iglesia. Y podría parecer que hay algo universal en esa forma de reconocer como santas a esas personas que se nos aparecen como ejemplos encarnados del bien. Y el bien es algo que me preocupa desde hace tiempo, no sólo el entenderlo, sino el practicarlo. No tanto el aparentarlo, aunque parezca que lo tenga fácil, por que cada vez estoy más hecho a que se diga de mí que tengo «cara de buena gente». Para mí es más importante ser buena gente que parecerlo, aunque no haya nada malo en que nuestra imagen refleje nuestra identidad.
Y como yo soy de entretenerme dándole vueltas a estas ideas, me enredo a veces con el problema de querer ser bueno cuando no se cree en la existencia de ningún código moral apriorístico. Si mis valores no son ni objetivos ni universales, ¿qué puede haber de bueno en ser bueno según lo que a mí me parezca que está bien? Lo sé, no tengo remedio. ¡Qué le voy a hacer si fregar los platos es tan aburrido!
Últimamente, recibo bastante de eso que se puede llamar «feedback positivo». Me alegra, porque en parte es la señal de un logro por el que llevo un tiempo trabajando. Y hace un tiempo que me preocupa gestionarlo bien para que pueda seguir construyendo esta tendencia en la que pueda seguir haciendo cosas buenas y que se valoren como tales. Y cada vez le doy más vueltas a qué significa ser José o José Arahal o José Arahal González o José Arahal-Ayala González-Vilches, o como sea que se me llame. Pero yo no quiero ser un santo. Prefiero seguir siendo un «intermitente escriba», «el malo de la historia» y «más monstruo que animal». De aristocráticas maneras, como en esta trenza en la que recogí versos y fragmentos de las más de trescientas liras que ya llevaba escritas hace un año.
Trenza 6 – 15/07/22
Liras 343, 344 y 345
Yo soy José Arahal,
sólo un instante de memoria viva
hecho de aire, agua y sal,
intermitente escriba,
retales de una vida a la deriva.
Yo soy mi perspectiva,
las ruinas y el legado de mi historia,
Mi verdad, relativa,
no cabe en mi memoria
y el tiempo escapa sin escapatoria.
Yo soy la trayectoria
de una estrella fugaz, soy luz y sal,
el malo de la historia,
más monstruo que animal,
yo, el lobo feliz, soy José Arahal.