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Morir es la prueba
más certera y definitiva
de que hemos vivido.

«Hay vida antes de la muerte.»
Anónimo

Hace poco tiempo se la leí a Punset, que a su vez se la leyó hace mucho tiempo a un graffitero anónimo, y la frase me caló profundamente. Desde entonces la he usado frecuentemente para llamar la atención sobre la importancia de «vivir» la vida que tenemos en el momento presente. Pero nunca me ha hecho tanta falta recordarla como estos dos días de conmoción y de ausencia.

Cuando la muerte sobreviene demasiado pronto y demasiado rápido, cuando la pérdida definitiva te sorprende a medias de cualquier otra cosa, sin haber podido ser ni siquiera imaginada, y mucho menos prevista, en ningún momento; nadie está preparado para comenzar la nueva vida que queda por delante.

Pero existe una diferencia enorme en función de en qué enfoquemos nuestro pensamiento. Y creo que, en momentos como éste, es mucho más poderoso recordar la vida que ha sido, el milagro cotidiano de existir. También opino que es una forma mucho más hermosa de honrar la memoria de quién vivió.

Pero, más allá de lo entrenado que pueda estar nuestro pensamiento para asimilar la incertidumbre inherente a la vida, que a veces se presenta de forma tan trágica, el duelo tiene su propio camino.

Hoy hay una familia (una familia más) a la que le ha sido impuesto el «reto» de superar una de las pérdidas más grandes que se pueden experimentar. Todo duelo tiene un proceso, y creo que, además del acompañamiento y de honrar la vida en vez de recrearse en la muerte, hay algo que puede facilitar el tránsito por el camino que queda, y es ser consciente de la naturaleza del mismo, que suele ser similar para todos nosotros y para todo tipo de pérdidas. Creo que conocer sus etapas y poder mirar al final del camino puede ser de enorme ayuda para conseguir lo que, de todas formas, la vida (y los vivos que nos viven), nos llevarían a superar.

La primera etapa es la sorpresa, el «shock». La noticia, que en casos como éste, llega de la forma más inesperada e imprevisible, produce una conmoción inmediata, tan humana como animales que somos, que sentimos más allá de lo que podemos pensar. Casi nadie podría ser tan asceta como para impedir que las emociones se apoderen de él antes de ser capaz de comprender lo que ha pasado.

Seguida a ésta, aunque a veces no tan inmediata, llega la etapa de la negación. Nuestro mundo, tal como lo conocemos, ha cambiado completamente y no lo asumimos. Reaccionamos evitando la realidad, esquivándola o negándola directamente.

Pero la realidad se nos presenta tal cual es, y no es posible evitarla por siempre. Y la primera vez que se asume la pérdida, no se acepta. Entonces reaccionamos con la agresividad. La ira tiene un aspecto positivo que hay que saber permitir, y si no dejamos que se manifieste, si no expresamos nuestro enfado, todo ese daño se revierte sobre nosotros mismos. Y la herida que no se abre, que no se cura, aunque supure y duela, puede llegar a gangrenarse, matándonos por dentro. Pero hay que saber conducir la agresividad correctamente, porque en este momento también podemos dañar a las personas que nos acompañan.

Estas primeras etapas, es adecuado recorrerlas sin detenerse demasiado, pero para no hundirse en ellas han de ser atravesadas, con todo el dolor que implique. Para ello, las personas que acompañen a quienes más han sufrido la pérdida han de aceptar y respetar este tránsito, ayudando a avanzar sin pretender evitarlo.

Cuando la ira se disipa y nuestro propio agotamiento (sabia naturaleza) nos apacigua, llega el momento de negociar con la realidad, de redibujar nuestro mapa del mundo. Aquí se alcanza por primera vez la aceptación de lo sucedido. Pero esto no es el final del recorrido, aunque parezca que aquí se ha superado el proceso. Sólo se ha alcanzado el punto más bajo en todo el trayecto, y a partir de aquí comienza la gesta en la que tenemos que aprender la forma de subir de nuevo.

Algunos llaman a la siguiente etapa la «travesía por el desierto». Puede ser larga y penosa, y puede parecer que no se asciende en absoluto, y que nada cambia. Pero cada paso que se da, cada día que se vive, nos acercamos más al futuro y a la superación del proceso. En estos momentos es fundamental saber mirar al futuro, aunque a veces no se pueda distinguir nuestro destino en el horizonte.

Y algún día, a lo mejor sin verlo venir, nos encontramos en la siguiente etapa. En esta etapa es en la que una persona ha de convertirse en un héroe para superar a los monstruos más temibles y poderosos que puedan existir, los que habitan dentro de nosotros. La «lucha con el dragón», metafóricamente, es el momento en que decidimos combatir definitivamente con todos aquellos pensamientos y emociones que nos han lastrado durante tanto tiempo, ninguno de esos pensamientos repara la pérdida, ninguno de ellos honra la memoria de nadie. Son egoístas y destructivos, y si no luchamos contra ellos, pueden acabar devorándonos, y quizá llevándose con nosotros a las personas que nos rodean.

Pero toda persona puede ser un héroe y vencer. Y cuando se consigue, el héroe se retira en paz. Se convierte en el sabio, que mira atrás y se da cuenta de todo lo que ha aprendido durante este camino y de que, no sólo se ha recuperado, sino que es una persona más fuerte, más capaz de ofrecer su vida a las personas que quiere y de vivir con sentido.

Toda pérdida puede ser una oportunidad para crecer, aunque algunas parezcan tan insuperables y trágicas.

Deseo de corazón a esta familia, que ha sido llamada a probarse en esta misión tan dura, que sea capaz de encontrar la sabiduría, la fuerza y el amor que le ayudarán a crecer y a convertir la desgracia en virtud. Y que quienes le acompañen sepan respetar y comprender, y ayudar en la justa medida, sin desviarlos del camino que sólo ellos (y en parte, cada uno de nosotros) han de recorrer.

Hay días en que es preciso recordar con más fuerza que estamos vivos. Y que, si hoy lamentamos la pérdida de alguien, es porque vivió.

Hoy podemos decir que hay alguien que ha vivido.